Como buena junior, le pedí ayuda a mi padre y un día me llamó diciendo que tenía el auto perfecto. Un topaz. Hice el berrinche de mi vida, no era fanática de Ford, menos del topaz. Estaba acostumbrada a ver los modelos de 4 puertas, abombados del techo y, francamente, poco agraciados. Cuando llegó, me enamoré brutalmente de él. No era un topaz cualquiera.
Dos puertas, negro con una línea blanca delgada a su alrededor, chulísimo, la pintura intacta. Casi no lo habían movido, le pertenecía a una señora mayor que sólo lo usaba para ir al súper. Al subirme y prender el radio sonó Riders on the storm y fue ahí cuando supe que eramos el uno para el otro. Morrison, su nombre.
Por tres años nuestro amor creció, si ese topaz hablara contaría mil veces que canté a todo pulmón, veces que lloré, que salí huyendo y que casi me mato. Risas con los amigos, videos, chuleadas y uno que otro accidente menor. Pasamos por una inundación juntos, como campeones; con el temor de que nos quedáramos varados justo en el centro del lago recién formado. Alguna vez casi nos cae un árbol encima y tantas horas de camino.
Hoy es tiempo de decirnos adiós, hace un año que se empezó a descomponer y su manutención me sangraba más que la mensualidad de un auto de agencia. Era tiempo de dejarlo descansar. Después mi remordimiento por tenerlo sin moverse pudo más que mis ganas de poseerlo; al fin y al cabo eso es el amor ¿no? Así que decidí venderlo.
No se va lejos, lo compra un vecino para trasladarse entre su casa y su oficina. Espero que lo cuiden bien y que sean tan felices con él como yo lo fui. Es tiempo de seguir en la tormenta, Morris. Termina la era de mis placas, de SBR por sabrosa.
Como homenaje, el día fue lluvioso, se caía el cielo mientras me refugiaba en el interior de Morrison para escuchar The End. Todo comenzó con una canción de The Doors, todo termina igual.
This is the end, beautiful friend...